¿Qué hago yo aquí?

Intentaré reproducir este momento. Son las once y media de la noche de un sábado. A mi espalda, en el salón, cuatro personas ríen, gritan, dan voces, se oye ¡mierda!, jugando al dominó. Hace apenas cinco minutos acabo de terminar un libro de Chatwin. Como coda de la coda, una referencia a su estilo, Hemingway, T.H. Lawrence y un maestro auténtico y secreto del que no había oído hablar. Poco antes de morir, rememora la noche en la que pudo conocerlo, antes de que el maestro marchara hacia el Caribe y la muerte. En las páginas anteriores recuerda sus trabajos en Sotheby’s, las obras de arte griegas, egipcias, barrocas o modernas que pasaron por sus manos. Yo estoy apoyado sobre una mesa sencilla y me levanto para dejar el libro en el estante adecuado. Hecho una mirada pensando qué leer. Hay unas tijeras, el papel de una bolsa de té peppermint, varias libretas en blanco, un desodorante, auriculares y una bolsa con semillas de calabaza. No sé porqué pero tomo un sorbo de refresco de manzana y no me siento demasiado lejos de las reliquias de Chatwin. Pienso que en esto que me sucede también hay algo de reliquia y de encuentro con un maestro por lo que me propongo escribir. Mientras tanto escucho temas de Gillespie, Coltrane, Duke Ellington o Lester Young para evitar en lo posible el jaleo de afuera. Tal vez no haya mucho más o queden muchas cosas (el chileno que viaja al mar del norte y la piedra del desierto de Atacama, las personas que no he podido o no he querido conocer, dos tomos de la obra de Pessoa, los mordvinos y la tribu de Cumán, el baile de un guajalote y las toallas colgadas del librero) pero la experiencia termina aquí, con el ruido de las fichas golpeándose a mi espalda, Salt Peanuts en el Massey Hall y algo así como ganas de dormir, reír, o de salir corriendo.

Tocqueville y el destino de los Estados Unidos

Cuando uno traspasa el umbral de su aislada morada, el pionero os viene al encuentro y siguiendo la costumbre os tiende la mano, pero su fisonomía no delata amabilidad ni alegría. No toma la palabra más que para haceros una pregunta; es una necesidad mental, no del corazón, la que satisface y, apenas ha obtenido de vosotros las noticias que desea conocer, vuelve a sumirse en el silencio. Uno creería encontrarse ante alguien que, cansado de los inoportunos y de tráfago del mundo, se retira a su hogar a la caída de la tarde. Si a su vez le preguntáis, os facilitará con inteligencia las indicaciones que necesitéis, atenderá a vuestras necesidades y velará por vuestra seguiridad mientras estéis bajo su techo; pero en todos sus actos se aprecia tal grado de fastidio y soberbia, tal grado de indiferencia pro el resultado mismo de sus aciones, que uno siente cómo el agradecimiento se le hiela en el pecho. Sin embargo, a su manera, el pionero es hospitalario, pero su hospitalidad carece de calor proque él mismo al ejercerla se somete a una penosa necesidad del desierto. La considera un deber que le impone su condición, no un placer. Este hombre anónimo es el representante de la raza a la que pertenece el futuro del Nuevo Mundo, una raza inquieta, racional y aventurarea, que fríamente realiza lo que sólo el ardor de la pasión explica, que comercia con todo, incluso con la moral y la religión.

Nación de conquistadores que acpeta domestiacar la vida salvaje sin dejarse nunca seducir por sus encantos, que sólo aprecia de la civilización y de las luces su utilidad para alcanzar el biensetar y que se adentra en la soledades americanas con un hacha y unos periódicos; gente que, como todos los grandes pueblos, persigue una sola idea y avanza hacia la adquisicón de la riqueza, único fin de sus fatigas, con una perseverancia y un desprecio a la vida que uno estaría tentado de llamar heroísmo si tal nombre se acomodara algo distinto de la virtud. Pueblo nómada, al que no arredran ni ríos ni lagos, ante el cual caen los bosques y las praderas se sombrean, y que, una vez alcanzado el océano Pacífico, vovlerá sobre sus pasos para turbar y destruir la sociedad que haya dejado tras de sí.


Saginaw

Nos preguntamos por qué singular regalo del destino, a nosotros, que habíamos podido contemplar las ruinas de imperios hacía ya largo rato fenecidos y deambular por desiertos de factura humana, a nosotros, hijos de un pueblo antiguo, nos había sido concedido el privilegio de ser testigos de una de las escenas del mundo primitivo y de ver la cuna todavía vacía de una gran nación. Allí no se trata de las previsiones más o menos azarosas de la sabiduría, sino de hechos tan ciertos como si ya hubieran sucedido. Dentro de pocos años, esos bosques impenetrables habrán sido talados, el ruido de la civilización y la industria turbará el silencio del Saginaw, haciendo enmudecer su eco... Los muelles aprisionarán sus riberas; sus aguas, que discurren hoy ignoradas y tranquilas a través de un desierto sin nombre, serán expulsadas de su cauce por la proa de los barcos. Cincuenta leguas superan todavía esta soledad de los grandes asentamientos europeos y nosotros somos quizá los últimos viajeros de Europa a los que ha sido concedido el privilegio de contemplarla en su primitivo esplendor. Tal es el impulso de la raza blanca hacia la conquista total de un nuevo mundo.

Es esta diea de destrucción, esta certeza de un cambio próximo e inevitable lo que, a nuestro parecer, confiere un carácter tan original y una belleza tan conmovedora a las soledades americanas. Uno las contempla con delectacón melancólica y, de alguna forma, se apresura a admirarlas. La idea del acabamiento de esta grandiosa y salvaje naturaleza se mezcla con las soberbias imágenes que produce la marcha triunfante de la civilización. Uno se siente orgulloso de ser hombre y al mismo tiempo siente una especie de amargo pesar por el poder que Dios no ha concedido sobre la naturaleza. El alma se siente agitada por ideas y pensamientos antagónicos, pero todas las impresiones que recibe son intensas y dejan una profunda huella.

Alexis de Tocqueville, Quince días en las soledades americanas, 1840

"serán expulsadas de su cauce por la proa de los barcos"

Vértigo

Yo miraba los bustos, las estatuas, todavía desconecedor del onanismo máximo de Diógenes sobre el cráneo cerúleo de Platón. Nada sabía de América más que Cristóbal Colón y los dinosaurios fosilizados por toda Patagonia. A veces me reía a sala o sala y media de distancia. Confiaba en el humor de cultura, en un vestigio griego del que alardeaba Roma. Y no fue suficiente.
Camino de Florencia ya no sé si prefiguraba o recordaba versos (la paloma se defiende de la historia..) en vez de agriculturas. La palabra Toscana me refinaba los ojos y el quehacer extemporal de una pizza y chancletas no podía nada frente los ojos almendrados del trecento senese. Una alegre muchacha autocelebró su pizza y apoyado en las puertas de Santa Maria del Fiore el trastabilleo de pasos no encontraba la manera de inquietarme.
Luego conocí Lisboa y Buenos Aires. Los recepcionistas de noche hablaban de Maradona y del Benfica, cobraban por adelantado mientras se rascaban la panza. Yo, que soy cuervo y del sporting, hubiera preferido una anciana Biancotti o una mujer oscura que me dejara marchar. Las calles, las iglesias, también se sucedían con un recorrido difuso pero siempre concéntrico. Alguna que otra vez también llevan a casa. Sin demasiadas historias, con una nostalgia íntima de atlas y de ríos, un aire tierno y frío que se te enrosca en la cara, carreteras llenas de curvas y trenes y desvelos, confundidos en el fondo de un deseo infinito.
El viaje terminó en un avión de Iberia. Sentado frente a las Conchas, Jorge me saludó y me invitó a su casa. Las calles comenzaron a girar, los rumbos se enroscaron y me olvidé de Italia. Alguna vez oí hablar de Trieste y Trieste ahora me espera.