Tocqueville y el destino de los Estados Unidos

Cuando uno traspasa el umbral de su aislada morada, el pionero os viene al encuentro y siguiendo la costumbre os tiende la mano, pero su fisonomía no delata amabilidad ni alegría. No toma la palabra más que para haceros una pregunta; es una necesidad mental, no del corazón, la que satisface y, apenas ha obtenido de vosotros las noticias que desea conocer, vuelve a sumirse en el silencio. Uno creería encontrarse ante alguien que, cansado de los inoportunos y de tráfago del mundo, se retira a su hogar a la caída de la tarde. Si a su vez le preguntáis, os facilitará con inteligencia las indicaciones que necesitéis, atenderá a vuestras necesidades y velará por vuestra seguiridad mientras estéis bajo su techo; pero en todos sus actos se aprecia tal grado de fastidio y soberbia, tal grado de indiferencia pro el resultado mismo de sus aciones, que uno siente cómo el agradecimiento se le hiela en el pecho. Sin embargo, a su manera, el pionero es hospitalario, pero su hospitalidad carece de calor proque él mismo al ejercerla se somete a una penosa necesidad del desierto. La considera un deber que le impone su condición, no un placer. Este hombre anónimo es el representante de la raza a la que pertenece el futuro del Nuevo Mundo, una raza inquieta, racional y aventurarea, que fríamente realiza lo que sólo el ardor de la pasión explica, que comercia con todo, incluso con la moral y la religión.

Nación de conquistadores que acpeta domestiacar la vida salvaje sin dejarse nunca seducir por sus encantos, que sólo aprecia de la civilización y de las luces su utilidad para alcanzar el biensetar y que se adentra en la soledades americanas con un hacha y unos periódicos; gente que, como todos los grandes pueblos, persigue una sola idea y avanza hacia la adquisicón de la riqueza, único fin de sus fatigas, con una perseverancia y un desprecio a la vida que uno estaría tentado de llamar heroísmo si tal nombre se acomodara algo distinto de la virtud. Pueblo nómada, al que no arredran ni ríos ni lagos, ante el cual caen los bosques y las praderas se sombrean, y que, una vez alcanzado el océano Pacífico, vovlerá sobre sus pasos para turbar y destruir la sociedad que haya dejado tras de sí.


Saginaw

Nos preguntamos por qué singular regalo del destino, a nosotros, que habíamos podido contemplar las ruinas de imperios hacía ya largo rato fenecidos y deambular por desiertos de factura humana, a nosotros, hijos de un pueblo antiguo, nos había sido concedido el privilegio de ser testigos de una de las escenas del mundo primitivo y de ver la cuna todavía vacía de una gran nación. Allí no se trata de las previsiones más o menos azarosas de la sabiduría, sino de hechos tan ciertos como si ya hubieran sucedido. Dentro de pocos años, esos bosques impenetrables habrán sido talados, el ruido de la civilización y la industria turbará el silencio del Saginaw, haciendo enmudecer su eco... Los muelles aprisionarán sus riberas; sus aguas, que discurren hoy ignoradas y tranquilas a través de un desierto sin nombre, serán expulsadas de su cauce por la proa de los barcos. Cincuenta leguas superan todavía esta soledad de los grandes asentamientos europeos y nosotros somos quizá los últimos viajeros de Europa a los que ha sido concedido el privilegio de contemplarla en su primitivo esplendor. Tal es el impulso de la raza blanca hacia la conquista total de un nuevo mundo.

Es esta diea de destrucción, esta certeza de un cambio próximo e inevitable lo que, a nuestro parecer, confiere un carácter tan original y una belleza tan conmovedora a las soledades americanas. Uno las contempla con delectacón melancólica y, de alguna forma, se apresura a admirarlas. La idea del acabamiento de esta grandiosa y salvaje naturaleza se mezcla con las soberbias imágenes que produce la marcha triunfante de la civilización. Uno se siente orgulloso de ser hombre y al mismo tiempo siente una especie de amargo pesar por el poder que Dios no ha concedido sobre la naturaleza. El alma se siente agitada por ideas y pensamientos antagónicos, pero todas las impresiones que recibe son intensas y dejan una profunda huella.

Alexis de Tocqueville, Quince días en las soledades americanas, 1840

"serán expulsadas de su cauce por la proa de los barcos"

1 comentario:

celestina dijo...

!!!!!!
Hola,hola! Tocquevillano!
linkéame!