Vértigo

Yo miraba los bustos, las estatuas, todavía desconecedor del onanismo máximo de Diógenes sobre el cráneo cerúleo de Platón. Nada sabía de América más que Cristóbal Colón y los dinosaurios fosilizados por toda Patagonia. A veces me reía a sala o sala y media de distancia. Confiaba en el humor de cultura, en un vestigio griego del que alardeaba Roma. Y no fue suficiente.
Camino de Florencia ya no sé si prefiguraba o recordaba versos (la paloma se defiende de la historia..) en vez de agriculturas. La palabra Toscana me refinaba los ojos y el quehacer extemporal de una pizza y chancletas no podía nada frente los ojos almendrados del trecento senese. Una alegre muchacha autocelebró su pizza y apoyado en las puertas de Santa Maria del Fiore el trastabilleo de pasos no encontraba la manera de inquietarme.
Luego conocí Lisboa y Buenos Aires. Los recepcionistas de noche hablaban de Maradona y del Benfica, cobraban por adelantado mientras se rascaban la panza. Yo, que soy cuervo y del sporting, hubiera preferido una anciana Biancotti o una mujer oscura que me dejara marchar. Las calles, las iglesias, también se sucedían con un recorrido difuso pero siempre concéntrico. Alguna que otra vez también llevan a casa. Sin demasiadas historias, con una nostalgia íntima de atlas y de ríos, un aire tierno y frío que se te enrosca en la cara, carreteras llenas de curvas y trenes y desvelos, confundidos en el fondo de un deseo infinito.
El viaje terminó en un avión de Iberia. Sentado frente a las Conchas, Jorge me saludó y me invitó a su casa. Las calles comenzaron a girar, los rumbos se enroscaron y me olvidé de Italia. Alguna vez oí hablar de Trieste y Trieste ahora me espera.

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