Hotel Savoy

Dime si no es cierto que las guerras, si no es posible, si no puede decirse que las guerras, las guerras, las guerras. Gentes a borbotones escapan de la guerra, gentes que pueden morir, escapan de la guerra tal vez para encontrar la muerte, la muerte que la guerra también ofrece muerte. Y acabada la guerra gentes en tropeles, gente que huye, que busca o que regresa. He aquí el joven, el tal vez judío o tal vez burgués o tal vez elegante individuo que se desplaza, atraviesa, las largas extensiones, los terrenes infinitos de la más ancha Europa para encaramarse en Viena, en la suntuosidad onírica de un pudo ser o un fue y ahora es traje gris, gastados mocasines, trampas y vaho y gas en el Hotel Savoy. Tal vez nada suceda o acaso suceda todo en el Hotel Savoy: la gente muere y procrea, los botones dejan cuentas impagable y el ascensorista otea los leves entresijos de una vida de hotel en la que el paso consume y estanca más allá de los brillantes pisos de la alta burguesía. En esta ciudad de sombra que recorrieron Meyrink, Schnitzler, Musil, Zweig y de la que escapó el propio Joseph Roth solamente el fuego es capaz de dejar algo en claro, tal vez la amistad, la desaparición de un mundo, otra vez el camino.

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