Borges, Obras Completas, Tomo II

Mientras hierve el aceite y esperan las patatas intentamos restituir un olvido, reconvenir una institución que poco a poco languidece. Van pasando las páginas. Yo sé que hay un descuido detrás de cada espejo, un cuchillo falaz que nos devora dejándonos desnudos el uno frente al otro. Y sé que es imposible.

Elisa me mira. Me dice ya acabaste y asiento un poco, como diciendo no, o un poco o no es lo que quería. Le hago caracoles en el pelo -porque su pelo está ahí- y el espejo se raja como sugiriendo un trasfondo. Ir-venir. Luchar-sacrificarse.

Echo las patatas, bien cortadas para buscar el crujido. Chac. Se me prefigura un reloj. Chac. Chac. Podríamos ir a Brasil, sugiere Elisa y la idea me sorprente, como si fuera un nunca, un rumbo insospechado, una mitología aún sin desarrollar y por lo tanto viva. Brasil, repito, retardando la enunciación, como si en la sola palabra pudieran trascurrir unos meses allí, los ríos y las selvas, la música mestiza, las entrañables raíces de una lengua y las tardes al sol. Brasil sería una sorpresa.

No comprendo todavía los recorridos del mundo, me obnibula pensar en los siglos y las generaciones, de niño tuve un atlas y en sus hojas me miro. Es hora de comer, el tomo queda en una mesa, el poema se repite, la vaga luz, la intextricable sombra.